Ahumada con Agustinas

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La tarde transcurrió sin contratiempos, las luces de la oficina se han encendido. Hora de partir- se dijo. Han pasado meses desde su separación, Andrea Javiera se preguntaba si seria la misma soledad la que enfrentaba Rodrigo cuando ella se iba por las lucas a regiones y recordó la conversación con su madre.
«Vendrán años trágicos, lo presiento, lo he visto antes».
Hablar temprano en la mañana casi todos los días, se había hecho costumbre entre las dos. Madre e hija unidas en el intento de retomar la vida normal de Andrea, superar la tristeza, la pena y los recuerdos de la pérdida de su embarazo planificado. Su madre también le había recordado seguir el método de las decisiones importantes. La ducha le sacó el cansancio. Se sentó en la cama. Tomó una hoja en blanco y la dividió en dos columnas. Comenzó a escribir. Primera palabra: Fortalezas. Es una caligrafía inclinada y un trazo ilegible, una mano sin fuerzas se duerme mientras escribe, la mente se resiste a esas horas de la noche, el trabajo fue intenso. Absolutamente cansada.

Esperaba que sucediera cuando antes, que Rodrigo sintiera ésa sensación de pérdida y regresara a casa. Hay una imagen de la Virgen del Carmen en su pieza, la ha puesto su madre junto al velador, un crucifijo la engalana y parece que la mira. Frente un óleo, son cuatro caballos de Olmué que pastan tranquilamente en una parcela de agrado. En realidad son cinco, hay un caballo detrás que está maldito, lo montó Andrea en unas vacaciones y la tiró al suelo, lo montó Rodrigo y se desbocó, cuando tomaron la foto pastaba detrás de un caballo blanco y no se ve completamente en el óleo que encargaron, pero todos en la familia saben que detrás del caballo blanco, hay una sombra, un caballo cerrero que parece manso cuando está quieto y que es gris plateado cuando suda, la crim le cae sobre los ojos que miran fijo cuando alguien se tienta. ¡Maldito!, ¡Maldito!, ¡Ese caballo está maldito! le gritó Rodrigo un día enfurecido, el óleo voló por los aires y nunca más hasta ahora, regresó a la pieza, su madre lo trajo una mañana y cuando Andrea lo vio ambas sonrieron. Lo devolvió a su lugar y en una complicidad grandiosa el diálogo se hizo un abrazo:

-No quiero que mi hija pierda los bríos.
-Ni bríos ni riendas mamá.

Cada vez que llega la noche la imagen queda callada y es la virgen quien custodia su sueño, el sol cuando amanece, pasa por el lienzo y el pasto pareciera estar lleno de rocío.




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Sonido callejero: El joven del acordeón. Muelle Vergara.